18 de febrero de 2019

No vueles tan alto: La historia de un joven orgulloso que perdió sus alas


El ser humano, con el paso del tiempo, se ha visto en numerosos enfrentamientos contra gigantescas y feroces bestias, enemigos diestros en el arte de la espada o el manejo de las armas, y en calurosas y mortificas discusiones a través de un micrófono o una cámara. Pero cuando se trata de afrontar a su propio orgullo... es ahí donde suelen perder. Y por mucho.

 
¡Hola, adolescentes! 

Poco después de que Teseo y Ariadna lograran salir vivos del cruel y desasosiego laberinto en Creta. Minos, padre de la bestia llamado Minotauro que dio muerte el héroe Teseo, se enfureció, expulsando espuma blanca de su boca al enterarse de que el ateniense y herrero, Dédalo, fue quien ayudó al joven héroe a dar muerte a su hijo, la bestia con cabeza de toro y cuerpo de hombre. En consecuencia, Minos encerró a Dédalo junto a su hijo Ícaro, custodiado por una enorme flota naval en caso de que estos optarán por escapar.

Padre e hijo se reunieron en el centro del laberinto, no sin antes caminar con enorme pesar. En eso, un par de sombras se posaron por encima de Dédalo. Este alzó lentamente la cabeza en dirección al cielo; eran pájaros de enormes alas. Los observó revolotear a su alrededor con sumo cuidado.

—Alas... —murmuró Dédalo hablando consigo mismo que con su hijo. Tenía los labios secos como para poder gesticular bien las palabras.

Ícaro tomó una piedra y la lanzó lejos sin estar muy presto en lo que decía su padre. Esto asustó a las aves, alejándolas precipitadamente del lugar. Sin embargo, no se habían ido del todo. Hermosas y refinadas plumas cayeron del cielo con plenitud. Una en peculiar cayó en manos de Dédalo.

—Plumas... —dijo Dédalo—. Alas con plumas... eso es.

Ícaro miró con extrañeza a su padre. «¿Piensas comerte eso?», le dijo. Dédalo agito la cabeza, desaliñándose de sus pensamientos.

—No, algo mucho mejor.
—¿Cómo qué, anciano? —replicó Ícaro llevándose la mano hasta su estómago.
—Fabricaré un par de alas para los dos —le explicó—. Y volaremos.
—Sí tu lo dices —resopló Ícaro sin mucho entusiasmo.


Así, Dédalo se dispuso a recolectar ese mismo día las plumas de las aves que estas dejaban atrás al agitar sus enormes alas. Cuando hubo recolectado las suficientes, recogió un poco de cera de las velas que se encontraban en las esquinas del laberinto. Tenía que apurarse si querían partir antes del anochecer.

—¡Quédate quieto! —gritó Dédalo a su hijo. Debo a aplicarte bien la cera en tus hombros para que las alas no se te caigan.

Ícaro, a regañadientes, no se movió hasta que su padre acabara por adherirle por completo la cera, atándolas con hilo para mayor resistencia. Al final, puso sus cansadas manos en el rostro de su hijo, y le dijo con lágrimas en los ojos:

Escúchame con atención, Ícaro. Saldremos de aquí, pero necesito que hagas algo por mí. Primero, tienes que seguirme, sin importar a donde vaya. Segundo, no intentes volar demasiado bajo, o el mar acabará por mojar las alas, y ni muy alto, que el sol podría quemarlas. ¿Me entiendes?

Ícaro miró a su padre sin comprender el porqué de esas ridículas advertencias, por lo que se limitó a sentir con la cabeza.

—Bien. Debemos irnos ahora mismo.

Dédalo e Ícaro partieron del laberinto, alzando el vuelo con éxito y dirigiéndose hacia el nordeste. Pastores y pescadores dirigieron la vista hacía el cielo, mirando como dos hombres volaban a través de tierra y mar. Algunos creyeron que eran dioses; otros, como simples ilusiones del cielo. Volaron por todo Naxos y Paros, pero cuando estaban dispuestos a dejar Lebintos y Calimne, Ícaro, desobedeciendo a su padre, rompió filas y comenzó a tomar altura, en dirección hacía el sol.

—¡Soy un dios! —proclamó Ícaro entre risas—. Y nadie podrá detenerme, ni siquiera ese estúpido rey.

Dédalo, al darse cuenta de lo ocurrido, giró su cuerpo rápidamente y le gritó a su hijo que no volara demasiado alto, pero fue inútil. El joven lleno de orgullo por dentro, queriéndose sentir el rey del mundo, voló más y más alto. En eso, la cera que cubría sus brazos, comenzó a derretirse con gran rapidez. A tal grado, que las alas, en contacto con el abrazador calor del sol, se quemaron en un abrir y cerrar de ojos.


Dédalo, con gran terror en la frente, vio descender a su hijo envuelto en llamas y las alas quemadas tornándose en un negro carbón. Ícaro acabó precipitándose al mar, donde murió ahogado.

El padre del joven testarudo lo sacó del mar, y enterró su cuerpo en una lejana isla que se le conoce como hoy en día Icaria y el Mar de Icaria, donde había muerto ahogado el pomposo y orgulloso Icario.

Poco después, Dédalo voló hasta la corte del Rey Cócalo, en Cámico, Sicilia. El rey lo recibió hospitalariamente. Dédalo vivió entre los sicilianos con gran popularidad y fama, construyendo magníficos edificios. No sin antes ser cazado por el Rey Minos, pero que posteriormente murió en un «accidente» mientras este disfrutaba de un baño. Las hijas del rey, queriéndole ayudar, vertieron agua hirviendo, salvando la vida del Dédalo.

¡Hasta la próxima, adolescentes!

Créditos:
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Primera ilustración por Greece.com
Segunda ilustración extraído del trailer «Icarus» de Deus Ex: Human Revolution.

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