14 de octubre de 2019

No te mires demasiado tiempo al espejo: Un joven apuesto que murió al ver su reflejo


En el mundo hay extremistas como los que no. Uno de ellos es el narcisista; un fanático que se desvive por sí mismo y a su increíble belleza. Descubre cómo es que se originó el narcisismo, así como el nombre de la bella flor primaveral, el narciso. Así, también, de por qué el eco responde a nuestro llamado en lugares con mucho hueco y un abismal vació.
La noche se había elevado con facilidad ante el poco esfuerzo del atardecer por querer huir de ella, pero ese día tampoco iba ser diferente como el resto de los demás. Tanto él como ella estaban destinados a cubrir la mayor parte del horizonte, anunciado su eminente llegada, pero también la despedida del otro. La noche velaba e iluminaba las zonas más oscuras del planeta, brindando su blanca luz tenue por horas. El sol, por su parte, se encargaba de dar vida y de infundir calor a cualquier cuerpo viviente en movimiento.

Uno dependía del otro.

Esa noche, iluminado por el calor de una extraña fuente de luz rojiza-anaranjada, una sombra emergió de ella y se aproximó a la inagotable fuente de luz, donde otra sombra se encontraba reposando al lado de esta también.

—Gracias por ser tan amable y esperarme aquí a altas horas de la noche —dijo una jadeante mujer que, pese ser una noche tranquila y despejada, tenía la frente perlada de sudor—.  Lamento llegar tan tarde.
—No hay nada de que debas preocuparte —aclaró un sonriente anciano ciego, cuya barba espesa y blanca le llegaba hasta el ombligo—. Liríope, ¿eres tú la que está respirando agitadamente?

Liríope, sorprendida por el hecho de que el pobre y ciego anciano se percatara de algo tan irrelevante, se tocó la frente y se dio cuenta que estaba empapada de sudor, incluido el cuello y otras partes del cuerpo.

—¿Esto? ¡Bah, no es nada! —aclaró Liríope intentando quitarle importancia a su persona—. Me encuentro bastante bien hoy.
—Bueno, quizás lo estés tú, pero ¿y lo que llevas encima? ¿Él se encuentra bien?

Liríope echó rápidamente un vistazo a la pequeña criatura que cargaba consigo. Este dormía profundamente acurrucado en el seno de su madre. Ningún malestar o anomalía extraña que pertubiera sus más sinceros y tiernos sueños.

—Él se encuentra bien.
—Ven, acercarte —dijo el anciano haciendo un ademán con las dos manos—. Hay suficiente calor para todos.
—Gracias, Tiresias.
—Presiento que es un bebé muy hermoso —comentó Tiresias mirando hacia el frente—. ¡El bebé más lindo de todos!
—¿Lo dices en serio? —La faceta de Liríope se transformó en rasgos de sorpresa, pero no por menos cansada y somnolienta. Al final, le dedicó una risueña sonrisa al profeta Tiresias. Este de alguna manera lo supo y sonrió también—. Nunca me había imaginado tener un hijo tan hermoso como él.
—Lo ha heredado de su madre, sin duda —dijo a modo de cumplido—. ¿Cómo es que se llama, por cierto?
—Narciso.
—Oh, eso lo explica todo. Bueno, ¿y qué es lo que te preocupa de él?


Liríope acercó su mano hacía el rostro de su hijo. Esta le acarició el rostro con suavidad y ternura como lo haría cualquier otra madre. Pero había algo en ese rostro que preocupaba y atormentaba a la ninfa Liríope. Algo de proporciones abismales que la obligó a buscar ayudar al profeta Tiresias esa misma bella y despejada noche.

—Tú eres un profeta, bueno, también un adivino o eso dicen... —Liríope se mordió el labio inferior. ¿Tanto le costaba comunicar a Tiresias su enorme preocupación maternal?—. Lo que quiero decir es que... me gustaría saber si mi hijo vivirá como es debido.
—Entiendo tu preocupación —y vaya que el profeta Tiresias lo comprendía muy bien—. Eres madre ahora. Tu deber es cuidar a la sangre de tu descendencia. Uno muy hermoso que podría incluso enamorar hasta los mismísimos dioses del olimpo.
—Lo sé —puntualizó Liríope sin mostrar sorpresa o cualquiera otra emoción más—. Conozco mis deberes como madre ahora mismo.
—De acuerdo. Acércame más al niño, quiero tocarle el rostro.

La ninfa Liríope se acercó hacía Tiresias y descubrió un poco más a su hijo Narciso con la manta con el que lo cubría, pero no demasiado. Pese a que la noche se encontraba tranquila, la verdad; es que hacía algo de frío. Y Liríope no quería exponer a su hijo a los bruscos cambios climáticos.

—Ya veo —el rostro del profeta Tiresias cambió radicalmente por una expresión algo más seria.
—¿Qué? ¿Qué has visto?
Tiresias tensó un poco la mandíbula.
—Muchas cosas... —dijo aclarándose un poco la garganta y pronunció—: Tu hijo vivirá una larga vida, siempre y cuando no se vea a sí mismo. Su infalible belleza podría matarlo a alguna vez.
—¿Eso...? ¿Eso es lo que vez? —Liríope no daba crédito a las palabras del anciano Tiresias, pero tampoco sabía más que decir.
El anciano asentó con la cabeza.
—Sí —dijo volviendo acomodarse a su sitio. Su mirada apuntaba a las llamas que le brindan el calor suficiente para no morirse de frío—. Es lo que yo veo.


16 años después

—¿Cómo que voy a ser castigada? —La noticia de que Hera quería ver a solas a la ninfa Eco le cayó de sorpresa. Pero no tanto como lo que estaba a punto de ocurrir—. ¿Es enserio lo que dices?
—¡Por supuesto! —exclamó Hera energéticamente, cruzando sus esbeltas y bellas piernas en su inalcanzable trono, donde se encontraba sentada—. ¿O tienes algo que objetar, maldita mocosa?
—¡Sí que lo tengo! ¡Y me gustaría saber primero por...!
—¡Ya he oído suficiente de ti, maldita mentirosa! —Hera mandó a callar a la ninfa Eco a base de palabras más severas—.  A partir de ahora tu castigo será repetir las últimas palabras que digan los demás, y solo las últimas—. Ahora, ¡lárgate de aquí si no quieres que te convierta en ese maldito pájaro al que tanto eludías a las mentiras de mi esposo e infiel Zeus!

Con los ojos humedecidos y sin la posibilidad de poder contradecir a la diosa Hera, Eco se dio media vuelta y se fue de los aposentos de la reina madre, dando enormes zancadas por todo el Olimpo. Al salir de ahí, Eco se percató que verdaderamente no podía hablar, y cualquiera que se le acercará y le hablara, solo podría repetir las últimas palabras de su interlocutor que intercambiaba. Asustada, la ninfa Eco se echó a correr en dirección al bosque de las montañas, su hogar; donde nadie más podría encontrarla.


Tiempo después, un joven apuesto y de implacable gallardía, se adentró al bosque, acompañado por sus valerosos amigos a cazar a algunos ciervos.

—¡El primer día de caza y a nuestra manera! ¡Qué estupendo! —exclamó uno de sus compañeros.
—Sí. Pero si sigues gritando como un eufórico, harás que todos los animales del bosque acaben huyendo —lo increpó otro más de ellos.
—¡Bah! ¡Qué se atrevan a huir si quieren! Estoy dispuesto a cazar a cada uno de ellos, aunque me tome toda la noche.
—¿Traes suficientes fechas? —preguntó otro con el semblante preocupado—. No hay que confiarnos, los ciervos tienen la capacidad suficiente para percibir el más mínimo movimiento.
—Traigo bastantes, sí. A menos que las fechas que traigo encima se hayan enamorado de nuestro querido amigo Narciso, y este haya optado por partirlas en dos para así alejarlas como a las otras mujeres que siempre rechaza.

Los chicos mayores se miraron unos a los otros y rompieron a carcajadas al unísono. El joven Narciso lo miró indignado y con el ceño fruncido.

—Estúpido bribón... —atajó Narciso fríamente.
—¡Hey, espera! —exclamó el último de ellos, observando como Narciso se daba la media vuelta y caminaba a toda prisa—. ¿A dónde vas?
—¡A dónde sea, siempre y cuando sea lejos de todos ustedes!
—Vamos, que solo era una broma. Ya sabes cómo somos nosotros... No te lo tomes tan apecho.
—¡Demasiado tarde!

Así, el joven y apuesto Narciso se separó del resto de sus compañeros, atreviéndose adentrarse a las profundidades del bosque infinito.


«Esa maldita... arpía», pensó Eco hastiada por dentro. La posibilidad de no poder utilizar su hermosa voz para comunicarse con el mundo, la obligó a ocultarse, no solamente en lo más profundo del bosque, sino también en su mente. Los dos únicos lugares donde solo podía vivir tranquila. «Cuando encuentre a Zeus le diré lo que esa maldita estúpida me hizo y lo que pienso de...».

En eso, Eco se detuvo en seco. Su cuerpo se mantuvo intacto y paralizado al vislumbrar una alta y delgada figura que tenía a no más de veinte metros de distancia. Se cubrió la boca y proclamó para sus adentros:

«¿Quién es ese apuesto chico de allí?», sus ojos sacaron más partido que su persona, brillando de la excitación al ver el hombre más guapo que jamás se había topado en su vida. «Es tan.guapo... y delicioso».

Eco se dispuso a seguir al apuesto joven sigilosamente a una distancia óptima. Tanto tiempo en el bosque y ver algo (o alguien) fuera de la normal, y más si este era encantador, era algo que la sacaba de sus más y profundos ensoñamientos. Del mismo patrón y monótona vida de toda la vida. Pasaron varios minutos desde la persecución silenciosa, hasta que el joven apuesto se percató que alguien le estaba siguiendo.

—¿Hay alguien más aquí? —preguntó sin mucho cuidado a su alrededor—. ¡Sal, que no te haré daño! ¡Soy Narciso!
—¡Narciso! —repitió Eco exaltada por tal revelación.
—Sí, así mismo. ¿Quién eres?
—¿Quién eres? —volvió a repetir Eco.
—No me temas.
—No me temas.
—Sal y hablemos los dos juntos.
—Los dos juntos.

Eco, llena de excitación por dentro, salió detrás del pequeño arbusto primaveral donde se ocultaba, y salió corriendo detrás de Narciso hasta alcanzarlo y abrazarlo con todas sus fuerzas.

—¡Eres una mujer! —profirió Narciso sorprendido a la velocidad a la que esta salió tras de él para poder abrazarlo.
—¡Una mujer!
—¡Aléjate de mí!
—¡Aléjate de mí!
—¡No siento atracción por ninguna mujer!
—¡Ninguna mujer!

Narciso hizo acoplo de todas sus fuerzas para separarse del fuerte abrazo de Eco, hasta lograrla derribarla y salir huyendo de ahí tan rápido como sus dos piernas se lo permitían. Eco cayó de pompas y miró a su enamorado con los ojos hinchados llenos de lágrimas y dolor por dentro al ver como este se alejaba de ella como una estrella fugaz al pasar velozmente ante sus cristalinos ojos. Esta tardó un tiempo en reaccionar y volvió a la persecución, pero esta vez valiéndose de sus piernas para darle caza y decirle todo lo que sentía por él al verlo por primera vez.

El joven y testarudo Narciso no llegó muy lejos, puesto que una piedra lo hizo caerse de bruces contra un pequeño estanque. Empapado y asustado, se levantó de las cristalinas aguas, pero antes de a hacerlo, observó detenidamente su imagen reflejada en el agua.

—¿Ese soy yo? —se preguntó tocándose con suavidad la mejilla izquierda—. ¿Realmente ese chico apuesto... es mi persona? ¿Mi yo verdadero?

Acto seguido, Narciso pegó su rostro a la ya apacigua agua del estante, y se besó a sí mismo. Pero con cada beso que daba a su reflejo; este se desvanecía, consiguiendo únicamente mojarse la cara y, por consiguiente, deshacerse de su imagen reflejada en el agua.

—No...
Narciso comenzó a estremecerse por dentro. Sus manos, y su cuerpo en general, titiritaban al son de la tristeza.
—No... ¡No te deshagas! ¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo! ¡No me dejes solo!


Narciso intentó por todos los medios conseguir que su imagen no se desvaneciera, pero fue inútil. Al final, su reflejo desapareció del estaque, a lo que suscitó un sin fin de sentimientos extraños que se evaporizaron en lo más profundo de su corazón.

—¿Qué he hecho? ¿Qué es el hecho de poseer y no poseer al mismo tiempo?

Sonriendo amargamente a la vida, Narciso desenfundó con lentitud la daga que tenía amarrada a un costado de su cinturón y, viendo como esta proyectaba una armoniosa y brillante luz en lo alto de las copas de los árboles, se apuñaló.

—¡Ay! —gimió Narciso con los ojos más abiertos de lo habitual.
—¡Ay! —repitió Eco, que lo miraba de cerca y sin poder a hacer nada.
—Mi hermoso rostro...
—Mi hermoso rostro...
—Al que tanto amo...
—Al que tanto amo...
—Adiós, mi amor...
—Mi amor...

Narciso, yacido muerto dentro del estanque, aparecieron repentinamente extraños cúmulos de luces blancas que lo rodearon y giraron al son de su eterna muerte. Envuelto de esta extraña energía, su cuerpo se deshizo y dio lugar una preciosa flor de pétalos blancos, cuyo interior estaba cubierto por una corona dorada en su interior. Eco no daba crédito a lo que veían sus ya de por sí rojizos ojos, el insólito suceso que acababa de ocurrir.

«Se ha ido...», pensó para ella misma, ¿pues con quién más podía a hablar? «Para siempre...».

Eco permaneció sentada ahí mismas entre la tierra y el pasto por un largo tiempo, mirando hacia la nada, sin saber exactamente más que a hacer. Horas después, se retiró aún más a las profundidades del bosque hasta da con la entrada de una pequeña cueva, cuyo interior apenas se proyectaba los vástagos de luz sobre una pila de rocas lisas. Eco se sentó sobre ellas y esperó su eminente muerte, pero aferrada con desesperación con la posibilidad de reencontrarse con su enamorado en el otro «mundo». Así, pues, con el pasar del tiempo y el ciclo vital, su piel se fundió con sus huesos, y sus huesos, mezclándose con la carne de su pálida piel, se convirtieron en polvo y motas blancas flotantes hasta desvanecerse en la intemperie.

Desde entonces se dice que Eco, al llamado de cualquier voz que resuene en las profundidades del vacío, llega a repetir las últimas palabras a modo de la única y posible respuesta que la diosa Hera le impuso como castigo eterno. Narciso, por su parte, se convirtió en la flor de Narciso con forma de campana. Una flor que atisba, anuncia y florece en los primeros días primaverales del año....

... Hasta nuestros días.

¡Hasta la próxima, adolescentes!

Créditos:
Banner de entrada: PremiumHQ (VFX) y Epic Patnoudes.
Primera ilustración: Giulio Carpioni: Der blinde Seher Tiresias und der kleine Narzissus, 1666) Ovid, Met. XIII, 339.
Segunda ilustración: Echo - Talbot Hughes (1869-1942) - PD-art-100.
Tercera ilustración: Narcissus Admiring his Reflection. 1728. Francois Lemoyne. French 1688-1737. oil/canvas.

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